Cuando visitas tu viejo hogar, la nostalgia te golpea dos veces: una al llegar y otra al marcharte. El golpe de la despedida no te pilla desprevenido; el mordisco frío en el pecho, cuando miras por el retrovisor y ves tu raíz alejarse hasta convertirse en horizonte, al menos te lo esperas. Con las manos agarradas fuerte al volante, sabes que se irá desvaneciendo según te alejes, según pasen los días, según tu vida real retome su ritmo. El de la llegada te pilla siempre desprevenido: cada pequeño cambio que encuentras es un amargo recordatorio del tiempo que llevas lejos. El alcorque vacío de un árbol que viste crecer, un edificio donde antes había un solar. Te das cuenta de cuánto han crecido tus hijos al verlos corretear por una cartografía doméstica que podrías recorrer con los ojos cerrados. La ciudad es distinta, el lugar que dejaste hace tantos años ya no existe, y tu nostalgia extraña algo que ya nunca podrá tener. Todo ha ocurrido y no has estado aquí para verlo. * Uno pasa a ser de ninguna parte cuando emigra. Llegas a un nuevo lugar para construirte una vida, pero todo y todos estaban allí antes de que tú llegaras, con toda una historia escrita en la que tú eres un nuevo personaje que se incorpora tarde a la trama. Y al mismo tiempo, cuando vuelves te das cuenta de que aquél tampoco es ya tu sitio. No están tu casa y tu rutina, no están tus cosas ni tus nuevos amigos. Tus amigos de siempre, incluso tu familia han continuado con sus vidas; ya no hay un hueco por defecto para ti en ellas. Puedo visitarles, pero ya no puedo compartir mi vida con ellos. Yo no puedo pedirle a mis padres que recojan a mi ...
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